La sección del río Edén que corría al pie del promontorio del castillo daba la impresión de formar parte de la propiedad, como si fuera un elemento de agua en su jardín trasero. El barranco que se dejaba ver entre los árboles de la orilla opuesta le servía de muro natural; era de color rojizo y su aspecto terroso encendía el fondo negro del cauce que se traslucía bajo el agua. La armonía de los diferentes verdes —el profundo de los pinos, el claro de los fresnos, el vibrante de la hierba— se sumaba al conjunto y creaba un ambiente de calma que causaba una honda impresión en el espíritu de Elizabeth. Incluso la garza, que picoteaba el suelo un poco más lejos, parecía contagiada de esa serenidad: mantenía la distancia entre ellas con breves aleteos que apenas la elevaban del suelo, pero no alzaba el vuelo y se alejaba. Qué diferente al paisaje del Támesis al que ella estaba acostumbrada, con su vasta anchura sujeta al influjo de las mareas, su agua turbia y sus olores desagradables. De un tiempo a esta parte, sin embargo, los últimos parecían haber retrocedido ante la acritud del humo de las piras gigantescas que las autoridades habían mandado a encender para limpiar el aire de la ciudad viciado por la peste. En las calles de Londres, casi vacías, las hogueras alumbraban un futuro impredecible; las llamas y el humo que se elevaban entre el crepitar del fuego no dejaban ver nada de lo que vendría; ¿el final de algo? Los indulgentes autoengaños acerca de la permanencia de lo cotidiano habían sido reemplazados por incógnitas particularmente turbadoras para alguien acostumbrada a ajustarse a un papel que apenas admitía gestos espontáneos. Londres, su vida —ambas— se adentraban en terreno inexplorado, pero de una manera diferente a cómo se internaba —aprovechando el receso para el almuerzo— por ese sendero al pie del castillo, que recorría por primera vez. A orillas del Edén, el contacto con la naturaleza teñía de familiaridad todo lo nuevo y le permitía reconocerse en él. La hierba hollada por otros pasos dejaba ver un suelo que era del mismo color óxido del barranco y tenía una textura arenosa y permeable, cuya visión le trajo a la mente los bulbos de azafrán que tenía en el jardín. En mayo, cuando estaban inertes, los había trasplantado a un nuevo cantero, pero iban a necesitar más que eso para florecer en octubre. ¿Habría llovido mucho durante las semanas que llevaba en el norte? El suelo arcilloso de Londres drenaba con dificultad; si se encharcaban, los perdería. Y había más plantas creciendo, cuyo estado la inquietaba, y más tareas pendientes; incluso, retrasadas: recoger las cebollas maduras, plantar las semillas de coles y coliflores antes de que acabara el mes… Los jacintos estarían en flor por segunda vez, la más corta del año, y saber que se estaba perdiendo su belleza le producía un punto de melancolía. Cuánto echaba de menos el tiempo que pasaba allí; la soledad y la quietud de la que gozaba en el terreno trasero de su casa se situaban en el extremo opuesto a la experiencia multitudinaria que había tenido esa mañana.
El lunes había empezado con un servicio religioso del que, a lo largo del circuito, ella había aprendido a desconfiar: en los destinos anteriores los sermones habían durado un par de horas y el de Appleby no había sido una excepción. Cuando habían llegado al Moot Hall, el lugar donde se iban a celebrar las audiencias, el sol ya estaba alto en el cielo. El desplazamiento había sido corto, pero lo habían hecho con la solemnidad y la pompa acostumbradas en la apertura de los assizes. Habían subido a la primera planta por una escalera exterior, que conducía directamente a la sala donde iban a tener lugar los juicios. El asiento elevado, destinado al juez, se encontraba en el extremo opuesto al de la entrada, de modo que ella había acabado con todos los presentes mirando en su dirección. Era la primera vez que echaba de menos al juez par desde que se había separado de él en Carslile. Considerando que, en Appleby, los assizes se celebraban solo una vez al año, aquel asiento elevado debía de tener algún otro uso. Se trataba de un banco de madera alargado, compuesto por una gruesa viga que hacía las veces de asiento, y un panel de roble a modo de respaldo, ambos sujetos al muro. Nada más sentarse, Elizabeth advirtió que su cabeza sobrepasaba la altura del panel y pensó que la silueta inalterable de su peluca debía de proyectar una sombra contra el blanco del muro. En la tarima en la que apoyaba los pies había un pupitre en posición central, y en un nivel inmediatamente inferior, otro banco alargado destinado a los comisionados honorarios, los notables del lugar y los representantes de la Iglesia. Los secretarios judiciales ocupaban sus puestos en una mesa amplia y baja, situada frente al estrado. A continuación, estaban los asientos para los miembros del jurado a un lado, y la silla para el acusado al otro, seguidos por el espacio asignado a los abogados. El resto de la sala se encontraba a disposición del público, a quien el alguacil había ordenado que se mantuviera en silencio. La sesión había dado comienzo con las diligencias administrativas habituales. Se habían leído comisiones y devuelto órdenes judiciales, tomado asistencia a los obligados a presentarse por algún motivo y registrado todos las informes, exámenes e inquisiciones emitidos por los jueces de paz y agentes de la ley durante los procesos preliminares. Por último, se había convocado y tomado juramento al jurado que, en esta ocasión, estaba compuesto por catorce personas elegidas entre cientos de vecinos del condado o, con más precisión, entre aquellos vecinos del condado que habían acudido al llamamiento hecho a cientos de ellos. Entonces le había tocado el turno a Elizabeth de dirigirles unas palabras. Debía de haberse enfriado durante la noche, cuando se había destapado a causa de un sofoco fulminante, porque había amanecido afónica, circunstancia que había aprovechado para pronunciar un discurso muy breve. En los destinos anteriores el juez par se había hecho cargo de ese paso y —palabra más, palabra menos— había repetido en todos ellos los fundamentos de las instrucciones recibidas antes de partir: el contenido de la política a seguir en materia religiosa. La Corona exigía la conformidad plena de sus súbditos a los preceptos de la Iglesia oficial, la anglicana. Elizabeth, por su parte, se limitó a señalar sucintamente la importancia de mantener la paz en el reino, y a ese breve y conciso discurso había seguido la lectura de la lista de delitos que tratarían en esos assizes. Era la primera vez, durante todo el circuito, que iba a juzgar casos criminales. El juez par, advertido de que el sargento Edgerton era un abogado de causas civiles, se había hecho cargo de ellas en todas las ciudades que habían visitado, aunque la costumbre consistía en alternar entre unas y otras en los diferentes destinos. Mientras escuchaba leer el nombre de los acusados y los cargos en su contra, Elizabeth reparó en que, pese a todo, no iba a librarse del controvertido tema religioso: una de las causas estaba dirigida contra un grupo de cuáqueros. Al acabar la lectura, la sala estaba congestionada y los alguaciles mantenían con cierta dificultad el orden entre el público. El ambiente en la parte trasera era efervescente, cargado de expectativas: las pasiones humanas, una constante en los procesos criminales, constituían un espectáculo que atraía, año tras año, el interés popular.
Hablando de intensidad, la figura de Thomas pareció materializarse de la nada frente a ella. Venía acompañado. La noche anterior, molesto por la pregunta que le había dirigido, se había apartado de su lado preso de uno de esos súbitos cambios de talante que no le eran ajenos a «el cambio». A ver de qué humor estaba hoy. La garza, al verse atrapada entre los que avanzaban, levantó un vuelo bajo que la condujo hasta la orilla opuesta. A esa altura de su recorrido, el río era una cinta estrecha y su cuerpo pardo y robusto siguió resultando visible desde el sendero. Thomas también dio algunas muestras de reconocerla o, al menos, apresuró el paso. Cuando se cruzaron, sin embargo, siguió de largo, como si solo hubiera cogido velocidad para no tener que detenerse, para demostrar que tenía prisa. «Buenas tardes», dijo al pasar. La joven que venía con él y que andaba a su lado se situó, por un momento, detrás para hacerle sitio a Percival. Elizabeth se detuvo y le preguntó hasta dónde llegaba el sendero y si había otro acceso al castillo. Fue Thomas, sin embargo, el que le respondió, desde unos tres pasos más allá, sin retroceder.
—El río hace una curva a la altura de aquel fresno… —señalaba hacia un árbol solitario, de copa frondosa, que crecía a la vera del sendero, justo en el punto donde ella lo había visto aparecer ante su vista—. A partir de allí, el sendero sube hasta la parte trasera del palacio.
Dicho esto, miró a la joven. Elizabeth también lo hizo, pero Thomas no se la presentó. Vestía de forma bastante humilde. Elizabeth contempló sus cejas rubias, muy pobladas. Había notado que las suyas estaban menguando, lo que resultaba muy extraño en el rostro de un hombre en su cincuentena. Era como si su cuerpo la estuviera dejando sin opciones de continuar con su impostura o dándole motivos adicionales para que la abandonara.
Cuando ellos se alejaron, permaneció un momento observándolos. Luego, retomó su camino hacia el fresno, decidida a subir por el acceso que Thomas le había indicado. La garza, que ya había regresado a este lado del río, volvió a dar saltitos y breves aleteos para mantener la distancia entre ellas y, mientras pensaba en sus cejas menguantes y en sus pechos crecientes, Elizabeth aligeró el paso, como si —ella también— estuviera extendiendo un poco las alas.
Y he aquí que en los juicios por la comisión de un delito castigado con la pena de muerte no se producía debate legal alguno, ya que el acusado no tenía derecho a contar con un abogado que lo asistiera. La prueba en su contra debía ser tan clara que ningún letrado pudiera oponerse a ella. El sistema, sin embargo, permitía la representación legal cuando se trataba de delitos menores. Los primeros eran materia de los assizes; los segundos, de los tribunales locales. Esa tarde, Elizabeth se enfrentaba en condiciones caóticas a un juicio por robo de ganado castigado con la pena de muerte. La premisa que fundamentaba la denegación del derecho a asistencia legal —la claridad de la prueba— no tenía en cuenta el modo en que esas pruebas eran recogidas y conservadas por oficiales locales no remunerados; en otras palabras, pasaba por alto el hecho de que, con frecuencia, las pruebas llegaban al tribunal distorsionadas por la ignorancia, la negligencia o la corrupción de los encargados de proporcionarla, agentes locales sin paga que podían, incluso, llegar a suprimirlas. De todo ello le había advertido el juez par y algo de eso debía de haber en el caso que la ocupaba. El acusado, aunque privado de letrado, tenía derecho a hablar por sí mismo, y el que Elizabeth tenía delante, a falta de argumentación jurídica, se desgañitaba negando las declaraciones juradas que se iban acumulando en su contra. Su nivel de indignación era tal que sugería un fondo de inocencia. Tal vez había robado una oveja y no, el rebaño entero del que se lo acusaba. ¿Qué hacer? El juez par le había indicado que interviniera activamente durante el proceso, intercalando comentarios en todas las declaraciones —de testigos, de oficiales, de la acusación—, de modo que el jurado se hiciera una clara idea de cuál era su posición en el asunto antes de retirarse a deliberar. Si volvían con un veredicto que no era de su agrado, debía enviarlos a reflexionar otra vez, aunque, en este caso, privados de comida y leños para la chimenea. Para manifestar su opinión, sin embargo, ella necesitaba formársela, y en ese proceso se le habían ido pasando todas las diligencias. Ahora debía dejarlos marchar. Llamó a un receso y los catorce hombres abandonaron sus asientos con cierta premura: eran propietarios de tierras locales que hubieran preferido estar ocupándose de sus propios asuntos. El tiempo que pasaban en el tribunal lo restaban de sus actividades y, a cambio, no recibían compensación alguna; el del jurado era un servicio público como el que prestaban el sheriff y sus subordinados.
Los abogados, en cambio, cobraban de sus clientes. Los secretarios judiciales recibían un porcentaje de las tasas judiciales que pagaban los litigantes. El salario del pregonero que proclamaba los casos y el del alguacil que mantenía el orden en la sala eran responsabilidad de los jueces, y el de los jueces, a su vez, corría a cargo del gobierno que los empleaba.
Pero ¿cómo iba a ganarse ella el sustento si renunciaba a la identidad de Percival?
O ¿en qué trabajaban las mujeres fuera de su casa?
La primera imagen que acudió a su mente fue la de las vendedoras de comida en las calles de Londres. Solían transportar sus productos en la cabeza, en cestas planas o en cántaros, que mantenían en un equilibrio tan constante que hacían que pareciera normal acarrear peso de esa manera. Voceaban lo que vendieran ese día —ostras, pasteles de carne, fruta, leche…—, ajenas, en apariencia, a la posibilidad de ser detenidas por alteración del orden público o —aquellas que instalaban una mesa o aparcaban una carretilla llena de manzanas en una esquina— por obstruir la calle.
Elizabeth tenía un manzano en el jardín.
Las lavanderas también eran mujeres. Y las criadas. Y solo conseguían soportar la dureza de sus trabajos gracias a la fortaleza de sus cuerpos jóvenes. A ella, sin embargo, le dolía hasta el último rincón del suyo cuando trabajaba la tierra durante unas horas o le daba un ataque de lumbago que le impedía inclinarse hacia adelante durante semanas.
También había matronas y había curanderas. Y algunas ancianas sin familia se empleaban en el cuidado de niños pequeños.
Había mujeres solteras que hilaban desde la primera hasta la última luz del día y, aún así, apenas conseguían mantenerse.
Elizabeth pensó que podría aprender a hilar, pero, si a algo no estaba acostumbrada, era a ganar una miseria.
Y no solo eso: disfrutaba con lo que hacía. En sede civil, donde todas las partes disponían de representación legal, era posible desarrollar argumentos sólidos, rebatir de forma lógica. Le gustaba buscar precedentes en los registros, retirarse a pensar en la quietud de las bibliotecas, construir un caso…
Al principio, sin embargo, había sentido que invadía un terreno que no le pertenecía y la incomodidad de aspirar a lo que no creía tener derecho la había retraído de los libros. Pero la vida en el Inn —la necesidad de justificar la presencia de Percival en las actividades de aprendizaje— la había ido despojando de ese sentimiento de permanente incorrección. Gracias a la práctica había descubierto que el razonamiento lógico se le daba bien. Que no estaba fuera de lugar en el mundo académico. Que podía confiar en su memoria. Con los años, incluso, había tenido oportunidad de constatar que, cuando los hombres cometían errores, nadie los usaba en su contra para demostrar que eran incompetentes por naturaleza. Los usaban para aprender. Para avanzar.
Pero, si ella asumía la identidad de Elizabeth, no podría ir a ninguna parte como abogada. Y para mayor frustración, al ser una impostora, carecía de autoridad moral para cuestionar el sistema que le imponía tamaña restricción.
Claro que no necesitaría ser una impostora si a las mujeres les estuviera permitido el acceso a una corte de justicia.
Se revolvió en el banco, llena de ira, dispuesta a ponerse de pie y acabar con esa farsa, pero uno de los pliegues de su toga, que estaba aprisionado por la espalda de uno de los notables que ocupaban el banco de abajo, la retuvo en su asiento. El tirón que dio para liberarlo hizo chocar la nuca del hombre contra la tarima que le servía de respaldo y su estupor le devolvió, parcialmente, el control de sí misma. Tenía la impresión de verse desde fuera y, al mismo tiempo, ver a Thomas, la noche anterior, intentando arrasar con lo establecido a fuerza de saltarse las normas de disimulo, presos ambos del mismo impulso: dinamitar el mundo a su alrededor, acabar, si acaso, con la injusticia.
Acabar —ella, ahora— con esa versión del mundo hecha a medida de los hombres, excluyente, sí, pero también, siempre igual, sin cambios.
Si lo hubieran moldeado las mujeres, se le ocurrió que el mundo sería cíclico. Como la naturaleza.