Seis

«Señores del jurado»

Uno de los secretarios judiciales, que ocupaba la amplia mesa situada a los pies del estrado donde se encontraba Elizabeth, reclamó la atención de los que acababan de jurar. El alguacil ordenó silencio en la sala. Se acallaron las voces del público y los catorce hombres se dispusieron a cumplir con su tarea. Dado que era viernes, querían acabar ese mismo día y no dejar nada pendiente para la semana siguiente, aunque tuvieran que quedarse en el Moot Hall hasta las once de la noche.

«Los señores Joseph Williamson, Peter Ceely y Griffith Howgill, vecinos de Kirkby Stephen y miembros reconocidos de la Sociedad Religiosa de los Amigos, comparecen ante este tribunal acusados de haber cometido un delito contemplado en el Acta de Conventículos aprobada por el Parlamento en el año 1664.»

«Se los acusa de participar en una reunión de carácter religioso celebrada al margen de la Iglesia de Inglaterra».

«Las condiciones y circunstancias de los acusados se ajustan a lo requerido por lo ley para ser juzgados en una corte de los assizes, a saber: son mayores de 16 años».

Casi ancianos, pensó Elizabeth, sumida en una duermevela tras una noche de insomnio. El banco alargado, que había reemplazado a la silla de los acusados de los días anteriores, había resultado, pese a todo, insuficiente para acogerlos con comodidad.

«De la reunión participaban más de cinco personas, miembros de diferentes hogares».

¿Dónde estaban los otros?

«Los tres han sido condenados con anterioridad por la misma ofensa en dos ocasiones».

Pese a encontrarse apiñados, era evidente que los hombres intentaban mantener la espalda erguida.

«En cuanto a los hechos, los acusados se encontraban en el granero llamado «Boca de Toro» conocido por ser el lugar de reunión habitual de los cuáqueros de Kirkby Stephen, sentados en completo silencio. Era un día domingo, cuando deberían haber estado en la iglesia practicando la religión oficial.»

Elizabeth se despejó del todo al oír aquello: los cuáqueros comparecían ante el tribunal por practicar un culto disidente, no por faltar a la iglesia anglicana un domingo. La práctica era una prohibición, la asistencia una obligación que acarreaba una pena más ligera. Estuvo a punto de señalarlo, pero decidió esperar a oír las pruebas y ver dónde conducía esa mención. Le hizo una seña a uno de los ayudantes del sheriff para que le indicara al secretario que se acercara al estrado. «¿Dónde estaba el resto del grupo?» «¿Por qué no los habían enjuiciado a todos juntos?»

—Los demás ya han sido juzgados —respondió el secretario.

—Por mí —agregó uno de los notables, volviéndose desde el banco de abajo.

Elizabeth reconoció al hombre que había retenido el bajo de su toga y el desgraciado incidente del tirón y su golpe en la nuca.

—El señor Twisden es uno de nuestros jueces de paz —dijo el secretario, al ver que Elizabeth no decía nada.

—Para el resto de los asistentes se trataba de la segunda ofensa —intervino él—, así que no tuvieron que esperar a ser juzgados en los assizes.

—Claro —dijo ella, pese a haber puesto en evidencia su desconocimiento del Acta de Conventículos: la razón por la que no había contemplado esa posibilidad—. ¿Y qué sentencia obtuvieron?

—Los declaré culpables a todos —dijo el juez de paz, que no necesitaba la asistencia de un jurado para pronunciarse—; algunos pagaron la multa de diez libras, otros pasaron seis meses en prisión…

Ella asintió con la cabeza. ¿Y cuál sería la condena para los que cometían una tercera ofensa? 

—¿Procedo a tomarles declaración? —preguntó el secretario.

—Sí.

Ya averiguaría lo de las penas si los encontraban culpables.

—¿Y los sombreros? —dijo el juez de paz, que seguía vuelto hacia ella—. ¿Va a permitir que se los dejen puestos?

Elizabeth contempló a los acusados una vez más. El banco era tan estrecho que las alas de fieltro de sus sombreros negros se entrechocaban entre sí. No había ninguna ley que los obligara a quitárselos. Solo la costumbre, bien establecida, de descubrirse frente a los representantes de la autoridad de cualquier signo o ante un hombre de mayor estatus social. La negativa de los cuáqueros a descubrirse en los tribunales había hecho mucho ruido en Londres.

—Señores —los interpeló—, ¿cuál es el motivo por el que no os habéis quitado los sombreros?

—Creemos que todas las personas son iguales ante los ojos de Dios —respondió el del medio, sin vacilar. Tenía el pelo blanco y lo llevaba largo hasta la barbilla—. Por lo tanto, todas merecemos el mismo trato.

Los otros dos asintieron con la cabeza. 

—Es una falta de respeto al tribunal que socava la autoridad del rey —insistió el juez de paz—. Hemos oído… —y aquí bajó la voz— que los cuáqueros participaron en el complot de 1664 contra la Corona.

Oh, también eso. Solo faltaba que los vecinos de Kirkby Stephen fueran amigos del capitán Atkinson.

—Lo único que socavaría la autoridad del rey en esta sala sería la imposibilidad de juzgar a estos hombres de acuerdo a una ley del reino. 

Elizabeth se irguió. Esa noche había dormido poco y mal, pese a que la tensión del día la había dejado agotada. Apenas si conseguía tolerar la irritación que le causaban esas menudencias. Por un momento, consideró las consecuencias de lo que iba a hacer, pero las quejas que el juez de paz pudiera enviar a Londres palidecían ante el peligro de ser descubierta que la había amenazado el día anterior. Al cabo, despachó todo el asunto con una sola palabra. «Proceda», le dijo al secretario.

El hombre se dirigió a su mesa, el juez de paz recuperó su posición de cara a la sala y los acusados conservaron sus sombreros puestos. A la pregunta de cómo se declaraban, respondieron «Inocentes». 

Los testigos de la acusación (los informantes locales de la Corona) declararon, bajo juramento, que el grupo se encontraba reunido en completo silencio. Y lo mismo afirmó el ayudante del sheriff que los había detenido.

Elizabeth no salía de su asombro. ¿Cómo había prosperado esa causa más allá de las diligencias provisionales? Sin pruebas que indicaran la práctica efectiva de un culto, sin rituales o signos exteriores de adoración.

A falta de otras pruebas que aportar —aparte de los testimonios— el juicio resultó más corto de lo acostumbrado. A la hora del almuerzo el jurado estaba listo para retirarse a deliberar y Elizabeth, firmemente determinada a no usar, durante el receso del mediodía, el coche de lady Anne. Aunque para eso tuviera que evitar subir al castillo. Tal vez fuera mejor así, después de todo. Thomas se había marchado la tarde anterior a Eton (¿un poco antes de lo previsto a consecuencia de lo sucedido en el río?) y el mayor Greathead iba a hacer lo propio ese día: nada lo retenía ya en Appleby. Mientras la escoltaban hasta la puerta, le pidió a uno de los ayudantes del sheriff que le trajera algo de la posada cuando fuera a por las viandas para el jurado. Luego, sin dar explicaciones, se dispuso a bajar hacia la iglesia. Las mujeres que se agrupaban frente al Moot Hall —familiares de los acusados o residentes locales que no tenían permitida la entrada— la observaron a su paso; una de ellas le llamó la atención, había algo en sus ojos que le resultó vagamente familiar. Cuando llegó a la iglesia, giró a la derecha en dirección al río. Recordaba haber visto —desde el coche, el día de su llegada— la curva que hacía a la entrada de Appleby. Decidió bajar a la orilla antes de cruzar el puente y anduvo por el margen interno del Edén, el agua a un lado, el camposanto de la iglesia al otro, templando con sus sepulcros de piedra las cuestiones de los vivos. 

A medida que se alejaba del Moot Hall, su impresión inicial sobre la causa se iba haciendo más firme. Como jurista, no podía negar que el espíritu de la ley estaba por encima de sus disposiciones —y el Acta de Conventículos prohibía cualquier manifestación religiosa diferente a la establecida por la Iglesia de Inglaterra—, pero, también era cierto que, incluso la ley, tenía que respetar algunos límites. Y el interior de un individuo excedía por completo el ámbito que esta podía regular. Si así no fuera, ¿dónde mantendrían las personas un espacio de libertad mínimo?, ¿dónde se refugiarían en casos extremos? 

¿Qué hubiera sido de ella durante todos esos años de impostura? 

La noche anterior, alentada por la luz fantasmal de la luna, acuciada por el insomnio, había soñado con un parchecito de tierra en provincias que drenara bien… A la luz del día, sin embargo, esa aspiración parecía flaquear; adquiría tintes irreales.

El río hacía una curva un poco más adelante, justo allí donde una hilera de árboles la ocultaba a la carretera; los chasquidos que el cambio de rumbo le arrancaba a la corriente la hicieron pensar en un felino agazapado, que restallaba la cola en el aire excitado por la tensión de la emboscada. Más allá, el río volvía a correr recto y, a su izquierda, seguía alzándose la iglesia; unas cincuenta yardas de hierba la separaban de la parte posterior. Árboles de un verde seco crecían en ambas orillas, moteados por unos puntos rojos en movimiento que resultaron ser ardillas. Se detuvo un instante para abarcar lo que la rodeaba. Si por algo sentía ella devoción, era por la naturaleza. La mirada se le fue tras unos pájaros hasta la colina que se alzaba en el horizonte lejano. En la ladera pastaban unas ovejas gordas: piedras blancas sobre el verde brillante de la hierba. La belleza, como de costumbre, la hizo sentirse viva; viva de una manera en la que apreciaba estarlo. 

Un poco más lejos, el río hacía otra curva. Había un banco allí, a la sombra, en el que decidió sentarse un momento. Desde esa posición podía observar tanto de dónde venía como hacia dónde se dirigía, y advertir que el río trazaba una U alrededor del pueblo, un cerco de agua que lo contenía en su interior.

Hasta entonces había creído estar sola; sin embargo, la mujer que se acercaba por el camino que acababa de recorrer lo hacía a un paso tan lento que —para encontrarse allí ahora— debía de haber estado andando detrás de ella todo el tiempo. Decidió bajar la vista para no incomodarla mientras cruzaba frente al banco, pero, al llegar a él, la mujer se detuvo. Elizabeth se encontró contemplando el bajo de su vestido y sus zapatos gastados, cuyas puntas la señalaban. Alzó la vista y vio el par de ojos que le habían resultado familiares a la salida del Moot Hall. Eran los de una anciana.

—¿Señor Edgerton? ¿Señor Percival Edgerton?

Elizabeth asintió. Aún le producía un ligero sobresalto que la llamaran de ese modo.

—Soy… —dijo—. Verá… 

Hablaba con un hilo de voz.

—Estoy empleada en la casa de Joseph Williamson… uno de los acusados —agregó, señalando hacia atrás.

Tal vez esa era la razón por la que lady Anne insistía en que usara el coche. Para evitar que los conocidos de los acusados pudieran dirigirse a un juez de los assizes directamente. Pero ¿dónde había visto ella esos ojos antes? No podía dejar de observarlos.

La anciana se restregó las manos con nerviosismo.

—El señor Williamson no dispone de dinero para pagar una multa de cien libras —dijo—. Si es que lo condenan…

—¿Cómo sabe que se trataría de esa suma?

Todo en la postura encogida de la mujer evidenciaba incomodidad.

—Es la que han tenido que pagar otros vecinos de Kirkby Stephen condenados por una tercera ofensa.

Elizabeth se puso de pie, no sabía si con el propósito de marcharse de allí o porque se sentía incómoda permaneciendo sentada.

—No entiendo por qué me cuenta esto.

—Si lo envían a las plantaciones de las colonias durante siete años, tendrá que vender su casa para pagar los gastos del traslado… la familia no tiene dinero.

Elizabeth asintió en silencio. Así que esas eran las penas para una tercera ofensa: una multa de cien libras o siete años de trabajos forzados.

—Yo vivo allí —continuó la anciana, mirando a algún punto detrás de ella (¿las ovejas sobre la ladera?)—. He servido en esa casa durante años, y si la pierden, no tendría dónde ir…

¿Por qué creía ella que su desgracia podía importarle a un desconocido?

—Ya no puedo trabajar como antes, me fallan las fuerzas… Nadie querrá emplearme, ¿comprende?

—Señora…

La anciana se aproximó y alzó los ojos; al verlos tan de cerca, Elizabeth los reconoció enseguida. Se parecían a los suyos.

—Percival —dijo—, soy tu tía. Es difícil que me recuerdes, porque eras muy pequeño y solo nos vimos una vez, un verano en el campo…

«¿Mamá?», la niña que aguardaba agazapada en un rincón oscuro de la casa, asomó la cara y miró hacia la luz que entraba por la puerta abierta. «¿Mamá?»

—¿Señora Edgerton? —masculló Elizabeth.

La anciana asintió con la cabeza y luego la movió a un lado y a otro suavemente.

—Hace mucho tiempo que nadie me llamaba de esa manera.

—No me extraña, ya que abandonaste a tu marido.

Elizabeth se sorprendió por la crudeza de su ataque, como si no hubiera sido ella la autora.

La anciana apretó los labios.

—Era imposible vivir con él —dijo, e inclinó la frente.

—Imposible para ti, ¿pero posible para la niña?

—Era su hija. La trataría mejor que a mí por serlo —se defendió ella.

—También era la tuya —dijo Elizabeth—. Y no creo que él lo olvidara.

La anciana volvió a negar con la cabeza, ahora con más energía.

—A mi lado solo hubiera conocido la miseria…

Mientras lo decía, expuso las manos frente a su cuerpo: las tenía deformadas por el trabajo.

A Elizabeth se le derrumbó el bastión de ira que le sostenía el pecho; la hubiera abrazado allí mismo. 

—¿Y cómo está mi Libby?, ¿se ha casado?, ¿ha tenido hijos?

Elizabeth dio un paso atrás: tal vez así pudiera reconocerla (ya que la voz de la sangre no le indicaba que la tenía enfrente).

—Vive en Utrech. Sola —comentó.

—Oh…

—Podría decirle que te he visto cuando le escriba…

Ahora fue la anciana la que retrocedió. 

A Elizabeth le pareció que podía oírla pensar.

—¿Y si se avergüenza de que su madre sea una criada? —preguntó, al cabo.

Elizabeth apartó la cara para disimular el alivio que sentía. Entonces vio que uno de los ayudantes del sheriff se acercaba.

—Parece que se ha hecho tarde —dijo.

No se había hecho tarde, los miembros del jurado habían alcanzado un veredicto mientras tomaban el almuerzo y tenían prisa por entregarlo y marcharse. El ayudante había insistido en que, antes de recibirlo, Elizabeth diera cuenta de su propia ración de pastel de carne en la sala del alcalde —a la que se accedía desde el recinto donde tenían lugar las audiencias—, pero, una vez allí, ella había subido directamente al estrado.

El sol todavía estaba alto y sus rayos entraban por las ventanas de guillotina que daban al oeste. La luz que inundaba la sala se le antojó un reflejo de su interior. El resplandor obligaba a algunos a entrecerrar los ojos; entre ellos, a los miembros del jurado que se adormilaban con los estómagos llenos. El mismo secretario judicial que había leído los cargos contra los acusados se puso de pie para dar a conocer el veredicto. En un silencio tenso, interrumpido solo por el zumbido de una abeja que chocaba contra un cristal, irritando los ánimos, pronunció en latín una sola palabra: «Culpabilis».

Los condenados inclinaron la cabeza y las copas de sus sombreros ocultaron sus rostros a los notables locales y a los miembros del aparato judicial que tenían enfrente. Solo los miembros del jurado hubieran podido atisbar sus expresiones si se hubiesen vuelto de perfil, pero el reclamo que les dirigió Elizabeth fue tan inmediato y perentorio que no les dio tiempo a nada.

¿Podían los miembros del jurado explicarle al tribunal por qué motivo habían hallado a los acusados culpables de practicar un acto religioso?

Ellos se miraron unos a otros con cierta aprehensión, inseguros del terreno que pisaban.

¿Acaso habían erigido una imagen en el granero y la habían adorado?

Ellos dijeron que no.

¿Habían leído la biblia en voz alta?

Ellos dijeron que no.

¿Tenía alguno de los presentes una biblia?

Ellos dijeron que no.

¿Habían entonado himnos religiosos?

Ellos dijeron que no.

¿Habían practicado algún ritual religioso manifiesto?

Ellos dijeron que no.

¿Se habían comunicado entre sí por gestos?

Ellos dijeron que no.

¿Habían hecho movimientos con los ojos, la cabeza, los pies o las manos?

Ellos dijeron que no.

¿Y alguna señal con el cuerpo?

Ellos dijeron que no.

Entonces ¿en qué se basaba, exactamente, el veredicto de culpabilidad?

Los catorce hombres se giraron a derecha e izquierda, como cediéndose amablemente la palabra («Tú primero»), hasta que uno de ellos se puso de pie.

—Era domingo —dijo— y estaban reunidos. 

El hecho de que fuera domingo, señaló Elizabeth, no bastaba por sí solo para atribuirle carácter religioso a una reunión. ¿O sí?

El jurado tuvo que admitir que no.

«Pero se sabe», objetó, «que los cuáqueros se reúnen en silencio para buscar a Dios en espíritu». Aquí se encogió de hombros, como si no entendiera del todo qué significaba aquello.

—¿Se sabe?

—Se dice —rectificó.

—¿Quién lo dice?

Él abrió las manos.

—La gente.

—¿Qué gente? ¿Lo ha dicho alguno de los testigos?

—No.

—¿Y sabe alguno de vosotros qué pensaban estos tres hombres cuando estaban sentados en el granero en silencio?

—No —dijo el que estaba de pie, y ninguno de sus compañeros lo contradijo.

—Entonces, señores, convendría que fuerais a deliberar una vez más y trajerais un… un… —qué inoportuna la aparición de esa niebla que había llegado con «el cambio» y se tragaba las palabras— un… una sentencia más acorde con los hechos, bajo pena de ser multados —un murmullo de estupefacción recorrió la sala— y encarcelados hasta que paguéis las sanciones.

Había pensado en privarlos de comida y leños para la chimenea, tal como había dicho el juez par que hiciera, pero acababan de almorzar y era verano. En el Old Bailey de Londres, sin embargo, había oído que los jueces recurrían a multas para obtener veredictos —esa era la palabra que había estado buscando— ajustados a su criterio. 

Decidió retirarse a la sala contigua del alcalde para comer su porción de pastel de carne y librarse de la mirada reprobatoria del juez de paz, que la observaba fijamente desde el banco de abajo. La carta de protesta que estaba escribiendo a Londres era claramente visible en sus ojos. Justo ese año, que las directrices de la Corona habían sido las de mostrarse estrictos con los disidentes religiosos. No es que ella tuviera una carrera judicial que proteger, pero llamaría la atención sobre su persona.

No había acabado de comer aún, cuando los miembros del jurado regresaron a la sala con un veredicto de Ignoramus. El secretario interrumpió su refrigerio para comunicárselo. Había abusado de su poder para obtenerlo y, mientras aplastaba unas migas con el dedo, a Elizabeth se le ocurrió que impartir justicia se parecía a cultivar vegetales: al final, se obtenía menos de lo esperado.

© Irene Wall

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