Epílogo

El sonido de los cascos de los caballos sobre el empedrado de Lancaster tenía un repiqueteo de alborozo que se correspondía con el estado de ánimo de Elizabeth. Acababa de separarse del juez par. El comienzo del mes de septiembre los había encontrado en la ciudad completando el circuito Norte y, una semana más tarde, él se marchaba de regreso. Ella había declinado hacer el viaje en su compañía. Se encontraba débil, había dicho, «ese catarro que había cogido en Appleby». Intentaría reponerse antes de volver a Londres. No era raro que un juez de los assizes se demorara al término de un circuito judicial, visitando algún sitio interesante. El juez par mismo, en una ocasión, se había tomado unos días para conocer la región de Los Lagos; se lo había mencionado a Percival, pero sin insistir mucho en que imitara su ejemplo: esos ataques de fiebre no pintaban nada bien. Sucedía que, durante la semana que habían pasado en Lancaster, a Elizabeth los sofocos no le habían dado respiro. En el futuro, él podría decir que el sargento Edgerton estaba delicado de salud cuando se separaron. Y, a ese quebrantamiento, se le sumaría la peste cuando regresara a casa. Según las últimas noticias, la gente continuaba muriendo en Londres por millares. A nadie le extrañaría que Percival sucumbiera debilitado por el viaje. O, más adelante, que no dispusiera de una tumba. Las órdenes oficiales eran sacar los cuerpos por la noche para que los carros los recogieran y los llevaran a las fosas comunes. Ella misma había visto pilas de cadáveres en las calles cuando la recogida se había extendido al día. Los vecinos de su casa se habían marchado de la ciudad tras la partida de la corte, como casi todos los que habían podido hacerlo. Cuando regresaran, Elizabeth ya habría dejado Utrech y estaría instalada en su propiedad tras haber dado el último adiós a su primo. Tendría que averiguar qué barcos llegaban de Europa. En qué lugar del puerto los viajeros cumplían cuarentena. Estar atenta a todas las posibles preguntas. Si la epidemia se alargaba (o si ella empezaba a temer por su vida recobrada), desenterraría sus ahorros y cerraría la casa hasta que estuviera en condiciones de venderla. El norte parecía un buen lugar para mudarse. Empezaría alquilando algo, aunque no tan pequeño como había pensando en un principio. Iba a necesitar una habitación para su madre y un salón de buenas dimensiones para la escuela de primeras letras que se proponía abrir. No es que fuera a ganar mucho con ella, pero no iban a pasar apuros (y le permitiría conservar los ahorros para cuando les hicieran falta). En todas partes los padres se mostraban dispuestos a pagarle una pequeña suma a una señora —instruida en su casa— a cambio de que le enseñara a sus hijos las nociones básicas. Además, ella sabía latín por su carrera de abogado y podría iniciar a los niños en el conocimiento de ese idioma para cuando fueran a la escuela de gramática. Claro que también se lo enseñaría a las niñas, aunque a ellas no les permitieran el acceso. Había que empezar por alguna parte… Le pareció que una ráfaga de aire fresco llegaba desde la bahía de Morecambe. Le habían dicho que, en un día despejado, era visible desde allí arriba, el castillo donde habían celebrado los assizes. La luz que espejeaba en la lejanía podía indicar la presencia de agua, pero era difícil reconocer nada en aquel horizonte brillante. Inspiró profundamente. Nunca se había sentido tan a gusto con sus circunstancias. Tan inclinada a decir y hacer lo que pensaba. Estaba convencida de que los cambios, en gran parte, se debían a «el cambio», pese a todas las molestias que este acarreaba. Era curioso cómo lo que para muchos significaba el fin de una mujer, a ella le había permitido aspirar a vivir como tal, poner de manifiesto su condición femenina. 

Sobre todo ahora, que sabía que su madre la quería.

Que siempre lo había hecho. 

Que no se había marchado por su culpa.

© Irene Wall

error: Content is protected !!