Cuatro

Y allí, precisamente, era donde lady Anne tenía las colmenas.

Elizabeth había visto la construcción de camino al río —se alzaba a la derecha del sendero, en el punto donde este comenzaba a bajar—, una muralla de pinos la separaba del borde del promontorio. Su aspecto era el de una torre de guardia: cuadrada, los muros de piedra revestidos por una pátina antigua. El techo estaba cubierto de un musgo claro y acolchado, aunque las ventanas tenían un aire reciente. En lo alto de la cubierta había una cruz de piedra.

«La parte superior la utilizo como oratorio», dijo lady Anne, cuando le mencionó ese detalle.

Se encontraban en la biblioteca del palacio, a la que Elizabeth había regresado al acabar la cena para evitar compartir la velada con el resto de los invitados que se alojaban en la casa: el primo de lady Anne y el mayor Greathead con su mujer y su hijo, otro adolescente. Thomas no se había presentado, pero ella sabía que seguía en Appleby: lo había visto salir, cuando se encontraba en la biblioteca, por la puerta posterior del edificio en compañía de la joven rubia. Había una esfera celeste junto a la ventana y, mientras esperaba a que la llamaran a cenar, la había estado haciendo girar. El globo, situado sobre una peana de madera, disponía de unas ruedecillas diminutas y estaba pintado de un azul profundo que resultaba conmovedor; por algún motivo, le había recordado a su madre (tal vez porque abarcaba la bóveda celeste entera).

Lady Anne se había presentado en la biblioteca poco después. Había notado que Percival, al levantarse de la mesa, llevaba una pipa en la mano y venía a fumarse una ella también.

«Una autoindulgencia», afirmó, sin rubores. Y la severidad del negro de su vestido y la de sus gestos se suavizó al permitírsela. 

Había un huerto, adyacente a la colmena, que era su proyecto personal. Esa semana ella había mandado plantar nabos y chirivías.

Elizabeth agradeció que la conversación girara en torno al cultivo de vegetales, un tema que, además de neutral, le permitía un ligero margen de espontaneidad, ya que lo practicaba cuando estaba a solas y podía ser ella misma.

La conversación fue derivando, naturalmente, de ese parche de tierra a las vastas extensiones que lady Anne poseía en el condado. Le gustaba desplazarse por caminos apartados de las rutas principales, «los que usaban los animales de carga», y ser ella la primera en recorrerlos en coche.

«¿Y los asaltantes de caminos?», había reaccionado Elizabeth, «¿el peligro al que se exponía?» Ni siquiera los jueces estaban exentos de él. Desde Newcastle, ellos habían tenido que viajar escoltados por patrullas de arrendatarios locales armados con espadas.

Lady Anne también se desplazaba en compañía de un grupo de arrendatarios (los suyos) o de algunos vecinos. Al mencionarlos, se le había ensombrecido el gesto. Uno de sus arrendatarios, precisamente, se había puesto en contra de ella cuando había tomado posesión de sus tierras. 

Elizabeth contempló los lomos de los libros, a los que la luz, el tiempo o el humo les habían igualado los colores. Thomas ya se había referido al episodio. 

Unos años más tarde había sido colgado por traición al rey, había añadido lady Anne, a continuación, como si de un hecho se derivara el otro o como si ambos estuvieran relacionados. Y tal vez lo estaban, pensó Elizabeth, por el carácter del hombre. El capitán Atkinson parecía estar en boca de todo el mundo en Appleby. 

Lady Anne no le guardaba rencor: había permitido que su viuda y sus hijos permanecieran en las tierras arrendadas —aunque a los traidores se los privaba de bienes y derechos—, a cambio, además, de una cantidad simbólica. La familia siempre le hacía llegar algo. El día anterior, la hija mayor le había traído unos huevos; esa tarde, una tarta de manzanas. 

Elizabeth asintió para sí misma. Eso explicaba la modestia de la ropa de la joven y el amplio conocimiento que tenía Thomas de lo sucedido en el Alzamiento del Norte.

Iban por la segunda pipa, cuando lady Anne le había referido las vicisitudes que había tenido que atravesar para obtener sus tierras; un tema con el que Elizabeth también se había sentido a gusto (el derecho civil era su materia, así que se había involucrado aún más en la charla). 

¿Cómo sería tener una amiga?, ¿ser ella la que se confiara?

Los hermanos varones de lady Anne no habían superado la infancia y, a la hora de testar, su padre había dejado las propiedades condales a su hermano menor, salvando, eso sí, una importante cantidad de libras para su hija.

Pero ella no había querido aceptarla. Con el apoyo de su madre, había entablado una batalla judicial para recuperar lo que creía era su legítima herencia.

¿Basada…?

En que las normas aplicables eran las de la primogenitura exclusiva sin atención al sexo.

¿Se incluían en el real decreto de creación del condado?

«Era muy joven», dijo lady Anne en ese punto. «Tenía 15 años cuando murió mi padre».

Los mismos que en la pintura que colgaba en el gran salón.

Y 59 cumplidos cuando las tierras habían revertido en su persona.

Resultaba difícil calcular su edad actual. ¿Cuándo había sido eso?

«En el año 1649».

Las mujeres pequeñas envejecían mejor que las grandes, pensó Elizabeth, siempre un poco a disgusto con su cuerpo. Y la que tenía enfrente no solo lucía bien; a sus 75 años parecía estar viviendo uno de los mejores momentos de su vida. Claro que era rica.

Aún así, ¿y si hubiera esperanzas para ella? Ni siquiera había alcanzado la edad a la que su anfitriona había adquirido su herencia.

A partir de ese momento, lady Anne había iniciado una nueva etapa en su vida: había cambiado el Londres civilizado por el norte salvaje (y con la comisura de la boca había dicho algo acerca de un marido que había permanecido en la ciudad). Desde entonces se dedicaba a administrar su hacienda, en apariencia, con el entusiasmo de una mujer más joven. O con el entusiasmo de una persona que se ocupaba de sus propios asuntos.

Claro que, «llegar adonde estaba», dijo, había tomado su tiempo: había tenido que esperar a que el nieto del sucesor de su padre muriera sin descendencia.

Oh… Así que las dos se encontraban allí por accidente: una por la ausencia de herederos varones; la otra, por la peste. Elizabeth percibía a su interlocutora cada vez más cercana.

¿Cómo le habría ido a ella con «el cambio»?

¿También habría sentido que estaba perdiendo el control de sí misma?

A ella le estaba pasando en ese instante: ¿Y si le revelara que era una mujer? 

El aspecto de sus cejas podría hacerle sospechar algo. 

O el  sofoco que le estaba subiendo por el pecho.

Lady Anne se irguió en su asiento.

—¿Se siente mal?

—Imagínese…

—Voy a pedirle una infusión, sargento, no se levante. —Se puso de pie y tiró de un cordón sujeto a la pared—. Le dije a la cocinera que había servido una cena muy copiosa…

Lady Anne había insistido en que bajara en el coche y aquello parecía haber irritado a los caballos tanto como a ella; el coche había avanzado a trompicones por el camino del río, con una marcha brusca y agitada, que compartía mucho del ánimo imprevisible que la aquejaba en los últimos tiempos. Su intención, esa mañana, había sido la de bajar andando: atravesar la entrada al recinto del castillo, situada en lo alto de la calle principal de Appleby, y bajar en línea recta hasta el Moot Hall. Así podría haber visto la cruz de mercado que había mencionado su anfitriona la noche anterior. «Una esbelta columna» erigida para conmemorar la restauración de la monarquía. Se alzaba frente a la entrada oficial del castillo y, a su alrededor, se ubicaba un mercado de quesos. A Elizabeth le hubiera gustado ver el reloj de sol que tenía en lo alto; observar los punteros que «tenían forma de cola de pez». Privarse del paseo, dejar su curiosidad insatisfecha, la había contrariado más de lo que había supuesto en un principio. Entre las audiencias interminables y los viajes por el circuito pasaba casi todo el tiempo sentada y aquello no hacía más que empeorar la hinchazón que sufría en el bajo vientre. ¿Estaría enferma o solo sería una consecuencia más de «el cambio»? Pero lady Anne se había mostrado inflexible en todo lo referente al uso del coche. «Como principal representante del rey en el condado, su responsabilidad era ocuparse de los jueces de los assizes». Que la necesidad de andar de Elizabeth proviniera de un estado que no compartía con los hombres, la había convencido, finalmente, de plegarse a sus férreas muestras de hospitalidad para no llamar la atención sobre sí misma. En el intercambio, lady Anne le había dado a conocer su lema con el fin de subrayar sus deberes para con la monarquía: «Preserva tu lealtad, defiende tus derechos»; principio que la situaba claramente a favor del sistema y en contra de la dudosa posición que Elizabeth ocupaba en él. A diferencia del cargo de sheriff, que lady Anne ejercía en su condición de heredera, ninguna mujer en el reino podía asumir la de abogado o juez. Elizabeth apoyó las manos sobre el pupitre del estrado y se preguntó qué condena le correspondería por ejercer una profesión que le estaba vedada. 

¿Y por asumir la identidad de un familiar fallecido?

Había pasado toda la mañana oyendo juicios criminales a una velocidad que ponía seriamente en duda la efectividad de los procesos. A ese paso, acabarían las causas criminales al día siguiente. Entonces se darían a conocer las sentencias todas juntas; una lectura que le correspondía realizar a ella. Carraspeó ante la mera idea y el abogado de la acusación, que tenía la palabra, se volvió para mirarla. ¿Habría interpretado que ponía en duda sus afirmaciones? El silencio en la sala adquirió una textura densa hecha de respiraciones contenidas. «Termino enseguida», dijo él, creyendo que se había extendido demasiado.

Elizabeth hizo un gesto de asentimiento y perdió la vista en el fondo, desde donde, mientras la intervención proseguía, la fue trayendo de regreso hasta el acusado. ¿Cómo sería estar en su lugar? Tener que responder a ese montón de preguntas incriminatorias.

¿Por qué había continuado Elizabeth con la farsa que le habían impuesto en su juventud?

Bueno… ella nunca se había planteado esa cuestión directamente. ¿Por inercia?

Al echarse hacia atrás, se había chocado la nuca contra el borde del panel de roble, pero los rizos de la peluca habían amortiguado el golpe. 

A ver… en vida de su padre, la imposición había sido muy fuerte. Además, ella no tenía ningún otro sitio adonde ir…

Pero hacía años que él había fallecido, ¿no?

En un accidente en la ciudad, sí, arrollado por un coche tirado por cuatro caballos.

¿Entonces?

Elizabeth se encogió de hombros.

¿Porque cada vez se hacía más difícil deshacer el engaño? ¿Porque no sabía hacer otra cosa?

El abogado carraspeó con la intención —él sí— de expresar sus dudas y miró al jurado.

¿Para estar del lado de los que tenían algún poder? 

Era difícil estar sentada en ese banco. 

Para evitar ser menospreciada, concedió, por último.

Desde que había comenzado a experimentar los efectos de «el cambio», a veces, de un modo repentino, la asaltaba un abatimiento profundo que ejercía sobre su pecho el efecto de un pesado bloque de mármol. Estaba allí, en medio de la vida que transcurría en una calle de Londres, o en la audiencia de Appleby, con sus voces, sus sobresaltos y su energía a punto de desbordarse, cuando, de pronto, lo único que quería era tenderse en el suelo y abstraerse de toda actividad; yacer inmóvil, ajena a cualquier cosa que se moviera o discurriera a su alrededor, presa de una desesperanza arrebatadora.

La plataforma en la que apoyaba los pies era estrecha, pero alargada, y su cuerpo extendido, bien mirado, podría caber en ella. Mientras se deslizaba de la viga que le servía de asiento, Elizabeth se preguntó, con disgusto, si aquel intenso anhelo de dejarse caer no sería la prueba de que las mujeres debían quedarse en casa. La evidencia definitiva de que estaban hechas para el ámbito doméstico.

Se hizo un silencio total y, al cabo de un momento, la Elizabeth que había trabajado treinta años como abogado se puso las gafas y la interpeló desde el centro de la sala.

Si algo demostraba el cuerpo femenino —dijo, en su tono sensato de siempre—, era que estaba hecho para dar vida. Si, a causa de ello, las mujeres sufrían determinados altibajos a lo largo de su existencia, ¿por qué no compartir sus consecuencias con la otra parte interesada? 

A fin de cuentas, repartir las cargas de la continuidad de la especie entre todos sus miembros debería ser una cuestión de mera justicia. Que las mujeres necesitaran, en ocasiones, un trato especial, respondía únicamente a las responsabilidades —también singulares— que asumían; unas que beneficiaban por igual a ambos sexos.

Elizabeth se fue izando hasta el asiento donde había dejado su cuerpo: qué fácil era defender los derechos de los demás, pero qué difícil reivindicarlos para una misma. De regreso, volvió a prestarle atención al acusado. Se trataba de un hombre de unos treinta años que había robado un candelabro, cuyo valor determinaba que se trataba de un hurto mayor. El crimen estaba castigado con la horca, como lo estaba, asimismo, el fraude del que podían acusarla a ella. Negó suavemente con la cabeza, aunque con enorme convicción: nunca iba a sentarse en aquel banquillo, de ningún modo; no estaba dispuesta a revelar su verdad para que la juzgaran. Si quería deshacerse de Percival, tendría que actuar de una manera subrepticia —como había hecho para mantener la impostura de su existencia—, con suma discreción.

En caso de regresar de Utrecht, además, contaría con una ventaja: se encontraría en posición de vender la casa familiar (su padre había muerto de forma intempestiva sin testar y ella era la única heredera). La propiedad, de hecho, constituía todo su patrimonio; la propiedad—se removió en su asiento— y los ahorros de toda una vida que tenía enterrados en cajas de metal debajo de los bulbos de azafrán. La opción de la venta, no obstante, presentaba un grave inconveniente. Si se desprendía de la vivienda de Londres para mudarse a una modesta casa de campo y su madre decidía regresar—¿aún estaría viva?—, no la encontraría allí. 

Y ella la habría perdido para siempre.

© Irene Wall

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