Los caballos relincharon al bajar la cuesta sorprendidos por la presencia del río que les salía al encuentro; el Edén, que habían dejado atrás hacía unas horas, los aguardaba agazapado tras una arboleda, justo allí donde el cauce hacía una curva antes de empezar a correr paralelo a la calzada. El rumor de la corriente se coló en el interior del coche. Elizabeth vio el reflejo de unos arcos sobre el agua y sobre ellos un puente de piedra. Llegaban a Appleby. Los caballos aceleraron la marcha, aunque no estaban de regreso ni sabían que ese era su destino; tal vez el cascabeleo del agua los había impulsado a echarle una carrera al río.
Cuánto le hubiera gustado no estar allí por los motivos que la traían. Ir vestida con ropas de mujer en lugar de disfrazada de hombre. Y que los sofocos le dieran un respiro.
Del diario de la baronesa Clifford, condesa viuda de Dorset, y condesa viuda de Pembroke y Montgomery.
En el año de nuestro Señor 1665
Y siendo domingo el día 20 de agosto, alrededor de las 5 de la tarde, llegó uno de los dos jueces de los assizes designados este año para el circuito Norte, a saber: sargento de la ley Percival Edgerton, a mi castillo de Appleby en Westmorland, siendo recibido de camino por mi ayudante, el señor Thomas Gabetis, y varios de mis sirvientes, en el puente que cruza el río Eamont, cerca de mi castillo de Brougham. Y el otro juez, sir Christopher Turner, permaneció en la ciudad de Carlisle retenido por la cantidad de causas que este año se habían presentado allí.
Y esta es la primera vez que el sargento Edgerton está en el castillo de Appleby o en cualquier parte de las tierras de mi herencia, a diferencia del otro juez, que ya había estado aquí el año pasado, cuando Robert Atkinson, uno de mis arrendatarios en Mallerstang y gran enemigo mío, fue condenado por traición al rey a ser ahorcado, arrastrado y descuartizado al haber participado en el último complot y conspiración contra Charles II, lo que fue ejecutado en consecuencia.
Y durante los cinco o seis días siguientes, mientras celebra las audiencias en el Moot Hall de la ciudad de Appleby, el sargento Edgerton se alojará en la mejor habitación de la torre del César (que he reparado a mis expensas y a un coste extremadamente alto), dado que es mi privilegio, como principal representante de la Corona en el condado de Westmorland, sheriff por derecho hereditario, dar alojamiento a los jueces de los assizes en sus visitas anuales.
Y después de atender los juicios aquí en Appleby, el sargento Edgerton se irá a Kendall, donde pasará la noche, y al día siguiente, a Lancaster, donde se reunirá con sir Christopher Turner para celebrar allí también las audiencias y terminar su Circuito.
Y el sábado 19 de agosto llegó a este castillo de Appleby en Westmorland mi nieto, Thomas Tufton, cuarto hijo varón y séptimo hijo de mi hija Margaret, condesa viuda de Thanet, con la intención de quedarse unas cuantas noches conmigo. Lo hizo a última hora de la tarde, así que no pude verlo hasta hoy por la mañana, cuando vino a reunirse conmigo a mi cámara, donde lo besé con mucha alegría ya que no lo había visto desde la muerte de su padre el año pasado. De aquí se irá a la Universidad de Eton para estudiar algún tiempo.
Y como es habitual con ocasión de los assizes, mi querido primo Phillip, lord Wharton, pasará algunas noches en mi castillo de Appleby en la cámara del Barón, el tiempo que duren las audiencias; me ha confirmado su llegada en una carta en la que se queja amargamente de la obstrucción a los negocios y al comercio que está causando la peste.
Y en el año en que escribo, en la ciudad de Londres y en los suburbios, y durante varias semanas, han muerto más de ocho mil personas por semana, cifras nunca vistas.
Y mi nieto, Thomas Tufton, tendrá el uso de la cámara comúnmente conocida con el nombre de Cámara Verde, para que pueda yacer en ella.
Y mi otro primo, sir Philip Musgrave, aunque ha venido a verme y ha pasado la mayor parte del día en Appleby, ha regresado a su casa ya, y antes de que se marchara le he regalado un par de guantes de ante.
Y esta mañana, alrededor de las seis en punto, antes de levantarme de la cama, emparejé la parte superior de las uñas de mis manos y de mis pies, y las quemé en el fuego después de levantarme.
La torre era gruesa y cuadrada, pero la clara piedra gris que la sostenía aligeraba la bastedad de su figura. Elizabeth la contempló desde la entrada del recinto amurallado, a unos pasos de donde se habían detenido los coches. A su izquierda se alzaba el palacio de su anfitriona y a la derecha, en el extremo opuesto de la explanada, la torre del César. Allí iba a alojarse, le había dicho la persona que la había recibido y que ahora aguardaba una reacción suya. Elizabeth se midió con la altura de la torre y asintió para sí misma al comprobar que solo había ventanas en los niveles inferiores.
¿Qué edad tendría lady Anne? ¿La estaría observando desde el palacio? Elizabeth se volvió, pero el reflejo del cielo en los cristales no le permitió ver nada del interior. Al domingo aún le quedaban unas horas de luz. Mañana, a primera hora, comenzarían las sesiones de la corte de los assizes en Appleby, con jornadas que se extenderían durante todo el día. Tanta actividad judicial dejaría poco espacio para las reuniones sociales y excusas suficientes para evitarlas en caso de que estas se produjeran. Hoy, sin embargo, tendría que enfrentarse a la recepción de bienvenida y la perspectiva de hacerlo la preocupaba: desde que los síntomas de «el cambio» habían empezado a manifestarse, ocultar su identidad le resultaba cada vez más difícil.
«¿Aguardamos el coche de sus sirvientes?», le preguntó el mayordomo.
Elizabeth viajaba sin sirvientes, pese a lo extraño que esto pudiera resultar. En las circunstancias actuales, sin embargo, le bastaba con hacer una referencia a la peste para que nadie le pidiera explicaciones. Y eso fue lo que hizo: «La peste», dijo, y acompañó sus palabras con un gesto vago de la mano, como refiriéndose a algo que había dejado atrás. En los destinos anteriores, en circunstancias parecidas, habían asumido que sus criados estaban enfermos, muertos o en cuarentena, pero lo cierto era que no tenía a ningún sirviente viviendo en su casa; unos y otros venían a hacer sus tareas y se marchaban. Hubiera podido cocinarse ella misma, pero nunca se había visto a un hombre encargándose de sus comidas y hubiera llamado la atención. Hasta el juez par se había abstenido de hacerle preguntas cuando había sabido que venía directamente de Londres; él hacía meses que se había trasladado con la corte y los juzgados a Salisbury huyendo de la peste.
La escalera exterior que daba acceso a la torre era empinada, pero la interior lo era todavía más. El mayordomo pasó de largo por la primera planta y Elizabeth se resignó a seguir subiendo: «el cambio» había traído un runrún de las articulaciones que… ¿O sería la edad? Cuando llegó al segundo nivel, el mayordomo la esperaba frente a una puerta abierta. La estancia era amplia y tenía aberturas en los muros. «La habitación principal de la torre», dijo. Y luego señaló la puerta contigua: «El cuarto de sus sirvientes», agregó, aunque de inmediato reparó en lo que ya sabía, que el juez no había traído a ninguno con él. «Le proporcionaremos todo lo que necesite», murmuró a continuación y, por esa vía, llegó hasta el equipaje que se había quedado en el coche. Decidió mandar a buscarlo sin demora, aunque para eso tenía que marcharse y dejar al honorable sargento de la ley Percival Edgerton solo. «Volveré enseguida», dijo.
Ella se quedó escuchando el eco de sus pasos en la escalera y, a cada peldaño que estos se alejaban, sus rasgos iban cambiando, al menos todo lo que una expresión podía llegar a modificarlos: Elizabeth se atrevió más allá de la ropa masculina, puso un pie en el espacio seguro que le otorgaba su soledad y echó una mirada en torno.
El cuarto tenía unos muebles sólidos de roble color miel: una cama con dosel, un arcón, dos sillas —una de ellas con brazos— y un pequeño escritorio que le recordó al que tenía en el Inn of Court en el que se había formado como abogado. Su padre daba clases allí. Había sido él quien la había vestido de hombre y la había presentado a los ojos del mundo como Percival, un sobrino de provincias que había fallecido de pequeño. En cuanto a ella, su hija, decía haberla enviado a Utrech a curarse de un raquitismo que nunca había padecido. Y allí debía de seguir, si es que aún quedaba alguien vivo que se preguntara por Elizabeth. Desde luego, su madre nunca lo había hecho o al menos nunca había regresado a casa a averiguarlo en persona.
El verde reluciente de la espesura que crecía en la distancia la atrajo hasta la ventana, donde el grosor del muro le permitió mantenerse a resguardo de las miradas. Siempre había sido así: ese apego por la naturaleza que no cesaba, la afección que se renovaba a cada contacto. Sabía que el río Edén se encontraba al pie del promontorio sobre el que se alzaba el perímetro amurallado, justo al final de la línea descendente que formaban, ante su vista, la copa de los árboles situados en su ladera (el coche, tras cruzar el puente a la entrada de Appleby, había seguido un camino sinuoso que replicaba las curvas del río). Si pudiera bajar un momento hasta su orilla… Los cristales del palacio todavía centelleaban, pero la sombra de la torre se alargaba ya sobre la explanada desierta, como un ejército que avanzaba sin romper filas. La tarde caía, aunque ella tenía la sensación de que era pronto para que lo hiciera: los días de verano debían de haberse acortado durante las tres semanas que llevaba recorriendo el circuito Norte; el más pobre del reino y el más apartado de Londres. Había resultado evidente, a medida que subían, que el estado de los caminos se iba deteriorando. Hasta los cielos se habían hecho más difíciles, más pegados al suelo. Había llovido a diario, aunque de forma intermitente, una concesión que el tiempo parecía haberle hecho al verano. York, Durham, Newcastle, Carlisle… De una ciudad a la otra sin descanso, como si fueran ellos los que estuvieran buscando justicia.
Ese día había resultado un verdadero alivio tener el coche para ella sola. Sentada en su interior, inmóvil, sin montar a caballo o exponerse al sol, sin una marcha enérgica que lo justificara, el rubor que le provocaban los sofocos resultaba inexplicable. En los tiempos que corrían, además, no podía recurrir a un ataque de fiebre como excusa. Así que, cuando viajaba con el juez par, lo que hacía era cubrirse la cara con un pañuelo, como si quisiera atenuar la luz que entraba por la ventana en busca de un momento de reposo. Solo que, de ese modo, sentía más calor. Si hubiera sabido que la peste iba a regresar a Londres, no habría aceptado la posición de sargento de la ley que el rey Charles II le había concedido. Porque eran los sargentos de la ley —un rango superior entre los abogados— los que sustituían a los jueces de Westminster en sus periplos de verano e invierno por los condados interiores; hombres que se enfermaban o tenían que comparecer ante la Cámara de los Lores; hombres que no podían atender sus obligaciones por algún motivo. De no ser por la peste, que estaba diezmando Londres, un sargento con más antigüedad y experiencia que ella se habría hecho cargo de la sustitución que la había traído a Appleby. «La justicia del rey debe llegar puntual a la puerta de todos sus súbditos», había remarcado su colega, el juez par, al inicio del viaje; una precisión innecesaria, en su opinión, si «la del rey» y la «justicia a secas» se correspondieran.
No era esa, sin embargo, la clase de comentarios que podía permitirse una persona que pretendía pasar desapercibida. A lo largo de toda su carrera, de hecho, ella se había esforzado por no destacar en ningún sentido. Pero ese hacer discreto y regular, que le había permitido mantener a salvo su secreto, se veía ahora amenazado por estados de irritación incontenibles. Lo más prudente, en su estado y circunstancias, hubiera sido permanecer en casa. Como juez de los assizes, disponía de un estrado con su correspondiente audiencia y estaba rodeada de gente a todas horas. ¿Qué pasaría si se dejara llevar por ese impulso que la asaltaba aquí y allá, caprichosamente, de plantarse frente a todo el mundo con el fin de exclamar: «Soy Elizabeth Edgerton. Dejad de llamarme Percival»?
Solo había hecho falta un mozo para transportar su baúl. El primero era joven y fuerte, el segundo de piel en lugar de madera. El mayordomo también había traído a una asistenta. «Para que disponga el contenido…» Elizabeth pensó en la toga que llevaría por la mañana y le entregó la llave para que pudiera extenderla. Mientras la joven se atareaba, siguió mirando por la ventana. Al parecer, estaba llegando gente a su recepción de bienvenida.
—Allí, precisamente, fue donde colgaron al capitán Atkinson —dijo el mayordomo, que había creído adivinar la dirección de su mirada.
—¿En la explanada?
—No, al otro lado del muro.
Era ridículo que estuviera preguntando por el escenario de un suceso que desconocía en lugar de por el suceso mismo.
—¿El capitán Atkinson? —recapituló.
—La rebelión contra el rey de hace dos años… —Un juez debería haber tenido noticias de ella—. El complot de Kaber Rigg…
—Oh, aquello…
El juez par le había hablado del asunto al principio del viaje, cuando aún les quedaban por recorrer doscientas millas hasta York, la primera parada del circuito Norte. Él mismo había sido uno de los jueces que habían condenado al pobre infeliz. «Al traidor», se corrigió ella mentalmente, siempre atenta a lo que debería decir para mantener su impostura (una actitud que le molestaba cada vez más).
«Los pañuelos pueden quedarse en el baúl», le dijo a la asistenta, que había seguido sacando cosas.
La moda de la Restauración le resultaba más adecuada que la de la República; a diferencia de los cuellos puritanos, los pañuelos le permitían ocultar cómodamente la ausencia de nuez de Adán. Cuando volvió a mirar por la ventana, se imaginó al capitán Atkinson con el cuello desnudo frente a la horca y no se le escapó lo absurdo de su situación: había sido condenado por traición a un rey, cuyo padre había muerto en la horca condenado, a su vez, por traición a su pueblo. Las promesas que el futuro Charles II había hecho en el exilio —empobrecido, privado de palacios y privilegios—, en particular, las relacionadas con la libertad religiosa, no se habían materializado con la restauración de la monarquía y algunos, en el norte, habían decidido organizarse en contra de la Corona; al parecer, el capitán Atkinson se contaba entre ellos.
—¿Enciendo la chimenea para quitarle las arrugas? —le preguntó la asistenta al mayordomo. Había probado a extender la toga en la silla que tenía brazos, pero yardas de tela escarlata caían formando pliegues hasta el suelo.
—La sujetaremos a las cortinas de la cama —dijo él, y le dirigió una mirada de soslayo al sargento Edgerton. ¿Se impacientaría el señor con esos detalles domésticos?
Elizabeth los dejó hacer.
Una regresó con alfileres, el otro con un escabel.
Los oyó murmurar a su espalda. La gente, ante su vista, seguía llegando al palacio.
¿Se le estaría haciendo tarde? Había pensado en fumarse unas pipas antes de bajar para mantener el nivel de ronquera con el que disimulaba el timbre femenino de su voz. Se giró en busca de la bolsa de tabaco, que tenía en el baúl, y vio el efecto que la toga, expuesta en toda su extensión, les había causado: ambos permanecían inclinados hacia adelante con el cuerpo algo encogido, abrumados tal vez por el poder de vida o muerte que representaba. Los cuellos hundidos, entre los hombros tensos, hablaban más de miedo que de confianza, más de temor reverencial que de respeto. ¿Y quién podría convencerlos de lo contrario cuando el gobierno usaba su autoridad en beneficio de sí mismo? En Windsor, donde se habían encontrado, el juez par le había transmitido las directrices reales para ese circuito, porque los jueces de los assizes respondían a la voluntad de Charles II. Se trataba, en esta ocasión, de condenar con dureza a todos aquellos que no se plegaran a los dictados de la Iglesia oficial. A la hora de juzgarlos, en consecuencia, debían abstenerse de aplicarles cualquier atenuante. Las rebeliones del norte habían alentado las persecuciones contra los «disidentes» religiosos —presbiterianos, bautistas, independientes, cuáqueros…—, quienes, con su insistencia en decidir por sí mismos, levantaban toda clase de sospechas.