Llovía cuando habían hecho el receso del mediodía.
Los alabarderos, de dos en dos, habían escoltado a Elizabeth fuera del Moot Hall, portando sus armas ceremoniales al sonido de las trompetas, seguidos por los ayudantes del sheriff, que llevaban unas varas blancas. Frente al coche, ella había decidido plegarse a la situación y renunciar, una vez más, a recorrer andando la distancia que la separaba del castillo.
El señor Gabetis, en su carácter de representante de lady Anne, la había acompañado hasta la entrada del recinto amurallado. Tras separarse de él, Elizabeth había rodeado el palacio en busca del sendero que bajaba al río. El paisaje lucía diferente andando en dirección contraria a la que había seguido la primera vez; detalles en los que no había reparado entonces se presentaban ante su vista en toda su novedad: unas matas de reina de los prados todavía en flor… los restos de un muro de ladrillos cerca de la orilla… el color de la hierba en las zonas umbrías… un sicomoro susurrante que antes había pasado por alto. «Descansemos de todo el dolor», decían las hojas rumorosas. La llovizna, de tan delicada, hacía pensar en una nieve efímera: las gotas desaparecían en el aire sin llegar a mojarla, como copos que se deshacían antes de tocar el suelo. Tras el ruido de la mañana, la quietud junto al río Edén era un bálsamo para la aspereza del mundo y, a medida que avanzaba, se iba desprendiendo de todas sus molestias, su cuerpo daba la impresión de pesar menos, su paso se volvía más elástico.
Habría recorrido un cuarto del sendero cuando divisó unas figuras que la precedían. Eran Thomas y la joven rubia. Sus siluetas resultaban inconfundibles, incluso vistas de espaldas. Decidió retener el paso para no correr el riesgo de darles alcance, no obstante, la distancia que los separaba se fue haciendo cada vez más corta. Cuando estaba a unas veinte yardas de ellos, descubrió el motivo: la pareja se había detenido a hablar con otro joven. ¿El hijo del mayor Greathead? No sería raro, ya que también se alojaba en el palacio. Elizabeth se detuvo y se volvió hacia el río. ¿Dónde estaría la garza ese día? El sonido alterado de una discusión no tardó en llegar a sus oídos. De réplica en réplica, los tonos se iban haciendo cada vez más ásperos hasta que las palabras se convirtieron en gritos y las voces masculinas acabaron confundidas en una sola. Entonces se giró hacia los jóvenes. La chica guardaba silencio con el rostro arrebatado. No era difícil adivinar el motivo de esa discusión. Por un momento, pareció que las cosas iban a calmarse, como si todo hubiese sido dicho ya entre los contendientes: ambos dieron un paso atrás dispuestos a retomar la marcha cada uno por su lado. Entonces el joven Greathead hizo un último gesto hacia la muchacha. Había en él, en ese adelantamiento sutil de la mandíbula, en la morosidad con que entornaba los párpados, en el rictus displicente de la boca, una manifestación de desprecio tan arrogante que producía rechazo físico. La reacción inmediata de Thomas fue propinarle un golpe en el pecho con el puño cerrado. Greathead trastabilló y, como el espacio que lo separaba del río tenía pendiente, no consiguió recuperar el equilibrio antes de alcanzar la orilla: al llegar allí, se cayó al río. El agua debía de estar fría, pero tampoco tanto, pensó Elizabeth; aún estaban en verano. Tal vez el puñetazo lo había dejado sin aire. O la sorpresa. O el susto de verse súbitamente dentro del río. El cauce, a esa altura, era a todas luces estrecho; su profundidad, sin embargo, no resultaba tan evidente. Ella tenía la sensación de estar pensando muy despacio. Eso, o los manotazos, los estertores, la corriente que arrastraba el cuerpo hacia al centro, se sucedían a una velocidad vertiginosa. Lo único que parecía detenido allí era el tiempo alrededor de la pareja: ambos permanecían inmóviles, paralizados. Elizabeth intentó quitarse los zapatos mientras corría hacia la orilla, pero solo consiguió deshacerse de uno antes de lanzarse al agua. El jubón se lo arrancó el joven Greathead cuando llegó a su lado. Ninguno de los dos hacía pie y ella tuvo que luchar para mantenerse a flote; en su desesperación, él pretendía subirse a sus hombros o a su cabeza. Al cabo de un par de intentos fallidos, consiguió situarse detrás de él y, rodeándolo con un brazo, lo arrastró hasta la orilla, donde, para entonces, se había reunido más gente de la que había allí en un principio. Elizabeth reconoció al mayor Greathead y al señor Gabetis. Estaban secos y vestidos. Bajó la vista para comprobar su aspecto y un escalofrío la recorrió entera. Desprovista del jubón, la camisa blanca dejaba entrever sus senos: la banda que los envolvía había desaparecido. Intentó despegarse la tela mojada de la piel y abultar los pliegues que le salían del escote, pero los pezones, duros por el frío, se resistían a ser cubiertos. En un intento desesperado por ocultarlos, cruzó los brazos sobre el pecho. Entonces alzó la vista para evaluar las pérdidas. El joven Greathead venía hacia ella con el brazo extendido: en la mano traía la peluca que también le había arrancado cuando estaban en el agua.
Del momento siguiente —cuando, a su vez, había extendido el brazo para coger la peluca— guardaba la imagen de su piel seca vista a través de la película húmeda que la recubría; había algo contradictorio en esa visión, una discordancia que la había distraído por un instante de ese presente turbador. El otro brazo —como si estuviera aterida de frío— lo había mantenido cruzado sobre el pecho hasta que, por fin, alguien le había puesto algo sobre los hombros y ella había podido envolverse en lo que eso fuera; una capa, un jubón, una pieza de lino.
Las noticias de la sucedido habían llegado al castillo antes que ella. Cuando subió a su habitación en la torre, había piñas secas crepitando en la chimenea. Insistió en que podía arreglárselas sola, «solo», pero los golpecitos en la puerta se fueron sucediendo sin descanso, a medida que lady Anne le iba enviando baños calientes para los pies, partes sobre el rescate de sus cosas (habían recuperado el jubón), tazas de caldo y mensajes de angustia. Dios no quisiera que el sargento Edgerton sufriera ningún daño mientras se alojaba en su casa. Conservar el tratamiento de «señor» la ayudó a superar el pánico inicial; aplastarse los pechos con una nueva banda, y cubrirlos con una camisa y un jubón secos, le proporcionó, a su vez, la calma necesaria para analizar lo que habrían visto los testigos. De ella o en ella. A fin de cuentas, la gente veía lo que sabía. Y lo que creían saber de su persona era que se trataba de Percival Edgerton, un hombre mayor al que, seguramente, ya le habrían crecido los pechos y la barriga. Resultaba curioso cómo los cuerpos de hombres y mujeres acababan pareciéndose con la edad. Era posible, incluso, que los presentes hubiesen bajado la vista por respeto o pudor ajeno para ahorrarle al juez el bochorno de ver expuestas sus miserias en público.
En cuanto a su rasgo más femenino —su cabello fino, de un rubio ceniciento—, podía estar segura de que había permanecido oculto a la vista de todos: desde que llevaba peluca, mantenía su cabeza rasurada. De ese modo se libraba de los piojos a fuerza de prevenirlos. En casa y para dormir usaba una cofia.
Las audiencias se habían suspendido durante el resto del día, aunque, a lo largo de la tarde, ella había tenido que hacer uso de toda su autoridad para disuadir a lady de Anne de su propósito de enviarle un médico para que la reconociera. Después de un profuso intercambio de mensajes (que había dejado agotado al mayordomo, encargado de llevarlos de un extremo al otro de la explanada), su anfitriona había cedido, finalmente, a cambio de que el Sargento le entregara la peluca para que se la arreglaran en Appleby.
Por la mañana, a primera hora, estaba lista. El jubón también estaba seco, pero el zapato que Elizabeth llevaba cuando se había lanzado al agua no había aparecido. Era uno de los buenos, los que usaba para las audiencias (había bajado al río directamente desde el Moot Hall sin subir a la torre a cambiárselos), así que, ese día, había tenido que ponerse el par gastado, el que había traído para los viajes. Mientras cruzaba la explanada, intentando disimularlos con la toga, se congratuló de lo cómodos que eran.
A la altura del lavadero —una construcción que formaba parte del muro perimetral— oyó cantar a alguien. Lo dedujo por la entonación, ya que la voz le llegaba entrecortada, como si la persona estuviera cantando en su mente y, de vez en cuando, dejara escapar alguna frase, unas palabras sueltas. Con la vista fija en el suelo, y la atención puesta en aquella melodía inaprensible, Elizabeth no reparó en la presencia del mayor Greathead hasta que estuvo muy cerca de la puerta de la muralla. Él se encontraba allí, aparentemente, sin hacer nada. En cuanto se dirigió a ella, sin embargo, supo que la estaba esperando. Quería agradecerle lo que había hecho por su hijo, aseguró, con una actitud confiada y abierta que podría haber acabado en un abrazo. La reacción de Elizabeth, mientras continuaba andando hacia el coche, había sido la de quitarse toda importancia —con gestos y de palabra—, pero él se había interpuesto en su camino y ella había tenido que detenerse. «Si al Sargento no le importaba», dijo, quería enseñarle el documento en el que basaba sus pretensiones. «Como estaban por empezar los juicios civiles…»
—Refrésqueme la memoria —dijo ella, mientras consideraba si le importaba o no. ¿Se estaba tomando Greathead demasiada confianza esa mañana?
—La reclamación de unas tierras en el condado…
Él le tendió un rollo de pergamino.
Elizabeth tenía el sol de frente y, cuando se giró para desenvolverlo, le pareció que la explanada se extendía ante ella como un tablero de ajedrez gigante provisto de una sola pieza; la torre solitaria que se alzaba al fondo. Si el avance de él era un asedio, tendría que fortificar su posición. ¿La habría reconocido como mujer a orillas del río? Las hebras de aquella melodía que había oído antes, ¿la habrían hecho contonear las caderas, avanzar de un modo cadencioso? Siempre le habían preocupado sus andares por si delataban su condición femenina, y él había tenido una explanada entera para observarla y sacar conclusiones. O para reafirmarse en lo que creyera haber visto el día anterior.
«Este contrato solemne firmado el 24 de febrero del año 1555, durante el reinado de nuestros soberanos Mary y Felipe, reyes de Inglaterra y España, entre…»
Elizabeth repasó las partes principales, cuyos inicios —resaltados por palabras escritas con florituras— saltaban a la vista. Al acabar, volvió a alzar la mirada.
Las almenas en lo alto del muro le enseñaron los dientes.
Y eso solo había sido el comienzo del día. En el Moot Hall la aguardaban los procesados durante los días anteriores, esposados y encadenados entre sí, clamando a su paso con voces quejumbrosas «que fuera bueno con ellos», «que no les aplicara condenas muy duras». Esa mañana, sin tener en cuenta que los juicios se habían suspendido el día anterior, el carcelero los había trasladado a primera hora —tal como estaba previsto— para la lectura de sus sentencias, cuando aún quedaba por tramitar la acusación contra el grupo de cuáqueros. Elizabeth decidió que verían su causa junto con las de faltas que juzgarían a continuación y, sin más, dio paso a la lectura de las resoluciones del jurado. Aunque le correspondía realizarla a ella, se la encomendó a uno de los secretarios del tribunal, ya que un catarro —consecuencia de su inmersión en el río— le iba creciendo en el pecho y tenía la nariz tapada. Mientras se iban dando a conocer las sentencias, apoyó los brazos en el par de maderos encastrados en la viga, que le servía de asiento, bajó ligeramente la cabeza y se entregó a la sedante monotonía del tono adoptado por el secretario: el encuentro con el mayor Greathead había conseguido alterarla. Hubo un tiempo en que las notas graves de las voces masculinas resonaban en su cuerpo y despertaban —cálidas, profundas— sus rincones deshabitados, pero aquellas sensaciones pertenecían a una época anterior a «el cambio» y la voz del funcionario, ese día, solo servía para darle a conocer la opinión del jurado. Escuchándola, no tardó en advertir que sus miembros coincidían en una cuestión clave con ella: tratar de evitar la pena de muerte siempre que fuera posible. Con este propósito, al parecer, se habían servido de todos los recursos a su alcance: en primer lugar, habían devuelto un porcentaje importante de las causas con un «Ignoramus» que, en la práctica, significaba que no había caso en contra del acusado por falta de pruebas, y en los juicios por hurto mayor habían rebajado el valor de los objetos robados por debajo de los 12 peniques, reduciéndolos así a delitos menores castigados con la flagelación pública. Para los que habían hallado culpables de otros crímenes, ella se encargaría de sustituir la condena a la horca por el servicio en las galeras o el trabajo —también forzado— en las colonias de ultramar. En cuanto al hombre que había sido juzgado por robo de ganado —el que de forma tan vehemente había defendido su inocencia—, se había salvado, incluso, de esos castigos, reclamando el beneficio del clero (bien que, a último momento, había estado a punto de perderlo).
El carcelero lo había liberado de las cadenas que lo mantenían sujeto a los demás prisioneros y, con las manos en alto, el tribunal había podido constatar que no llevaba ninguna «M» marcada a fuego en la base del pulgar; de tenerla, habrían sabido que no era el primer crimen por el que se lo condenaba. Verse libre de la condición de «maleante» era imprescindible para obtener el beneficio del clero. Que el delito pudiera ser juzgado por un tribunal eclesiástico tenía, asimismo, su importancia, pero las competencias de unos y otros no siempre estaban claras y, tal como le había indicado el juez par, los magistrados solían pasar de puntillas sobre ese tema. Así las cosas, cuando el clérigo llamado a la sala se había situado frente a él con un salterio abierto en la página que contenía el salmo 51, el hombre que había robado una oveja, ninguna o un rebaño entero estaba, en la práctica, a un paso de quedar libre: tan pronto como leyera el versículo uno y le marcaran una «M» en la palma de la mano con un hierro candente lo dejarían marcharse. ¿Por qué, entonces, en lugar de leer esas dos líneas permanecía callado?
Elizabeth le hizo señas al pregonero para que lo instara a leer de una vez por todas. Al cabo, sin embargo, la sala había continuado en silencio. ¿Es que no sabía leer? ¿O estaba sufriendo un ataque de algo? La figura del clérigo, que se interponía en la línea de visión de Elizabeth y le impedía observar el rostro del hombre, resultaba, en ese momento, tan inconveniente como el sofoco que le estaba subiendo a ella por el cuello. Qué tentación abanicarse con los pliegos que tenía sobre el pupitre. A punto de desistir, decidió ordenarles que modificaran su posición y, con ambos de perfil, pudo ver que el condenado se inclinaba de un modo exagerado sobre el libro abierto: a juzgar por la distancia que existía entre su cara y la página, el hombre no conseguía distinguir las letras. En un impulso semejante al que la había lanzado al río el día anterior, le tendió sus gafas al pregonero y este, al verla de un rojo subido, se apresuró a entregárselas al condenado pensando que el juez había montado en cólera.
—Ten piedad de mí, oh Dios —leyó el hombre, por fin—, conforme a tu compasión, conforme a la multitud de tus misericordias, borra mis transgresiones.
Al final de ese día, Elizabeth había agradecido que el coche estuviera esperándola a la puerta del Moot Hall: tenía prisa por regresar al castillo. Había pasado toda la tarde prestándole una atención exagerada a los sencillos procesos de faltas, en un intento por mantener bajo control la inquietud que le había causado el encuentro con el mayor Greathead, pero, como una gota de agua que cae con regularidad, un detalle de lo sucedido esa mañana había conseguido horadar, al cabo de las horas interminables, el camino hasta su conciencia.
De regreso al palacio, se había dirigido directamente a la biblioteca, sin dar explicaciones o detenerse a intercambiar alguna frase de cortesía con sus habitantes. Ellos, como si hubieran aceptado para entonces su carácter solitario, tampoco se habían acercado a reclamar su atención. Cuando, por fin, había necesitado comunicarse, había usado el cordón con el que había visto llamar a lady Anne desde la biblioteca. Hacía sonar una campana en la zona de servicio. A los pocos minutos, se había presentado el mayordomo en persona y, tras su partida, había subido el mayor Greathead. Acudía a la convocatoria de buen talante y, nada más llegar, le había tendido el título de propiedad que le había pedido que trajera.
Elizabeth, que lo aguardaba de pie junto a una ventana, lo había desenvuelto enseguida y, volviéndose hacia la luz que declinaba, había leído en voz alta:
—Este contrato solemne firmado el 24 de febrero del año 1555, durante el reinado de nuestros soberanos Mary y Felipe, reyes de Inglaterra y España…
Aquí se había interrumpido y había alzado la vista.
—Me temo que en este texto hay una discrepancia —dijo entonces.
Él frunció ligeramente el entrecejo.
—¿Cómo dice?
—Existe una clara disconformidad entre las fechas…
Greathead alzó un poco el mentón y la punta de su extraña nariz le apuntó directamente.
—¿Está seguro? —indagó.
Elizabeth señaló el libro, que había dejado abierto sobre una mesita.
—El príncipe Felipe ascendió al trono de España en el año 1556.
Había comenzado a leer libros de historia cuando era una niña y su padre la enviaba a quitar el polvo de la biblioteca. Eran sus favoritos por encima de todos los que se encontraban allí: en el pasado no habitaba ningún ser vivo que la aterrorizara.
—No me explico qué pudo haber sucedido —se agitó él—. Encontramos el título en un arcón familiar… Ha tenido que estar con nosotros por generaciones.
—Este contrato no tiene ninguna validez —insistió Elizabeth.
—¿No puede tratarse de un mero error en la fecha?, ¿un cinco por un seis?
Greathead alargó la mano hacia ella con la intención de recuperar el documento.
Elizabeth se lo entregó.
—Si lo presenta como prueba en la corte, lo acusaré de falsificación —dijo, en un tono bajo, pero firme.
Había llegado el momento de la verdad. Si sabía algo que podía usar en su contra, lo revelaría en ese momento y, probablemente, le ofrecería su silencio a cambio de una sentencia que admitiera sus falsas pretensiones.
Elizabeth, que se había situado junto a la esfera celeste, buscó el contacto con el azul profundo del globo.
Mientras evaluaba la situación, Greathead giró la cara hacia la chimenea apagada. Al cabo, se irguió muy digno y, alborotándose un poco, protestó:
—Como usted comprenderá, nunca se me habría ocurrido hacer uso de un título falso. Es impensable —insistió—, jamás me atrevería a hacer algo así…
Ella decidió seguirle la corriente, total, ya había ganado.
—Son cosas que pasan —dijo, y apartó la mirada.
Él repasó el eco de sus palabras en busca de algún rastro de ironía. Lucía un aire confuso mientras negaba con la cabeza. Entonces… ¿el juez no había salvado a su hijo por simpatía hacia su persona? ¿No era Edgerton su aliado y pertenecían al mismo bando? A fin de cuentas, los dos respondían ante el rey que había pagado por sus servicios como espía.
Mientras Greathead se perdía en sus cavilaciones, la mente de Elizabeth se fue deslizando hacia temas más amables. ¿Qué habrían preparado para la cena esa noche? ¿Habrían encontrado el zapato que había perdido en el río?